La imagen de los prisioneros de Guantánamo, esposados de manos y piernas, con sus monos color naranja y sus mascarillas, no resulta muy diferente de la que muestra a los pasajeros mexicanos retenidos en China a consecuencia del A H1N1: seres desprovistos de derechos, aislados del mundo por su virulencia.
En este sentido, la doctrina Bush es quizás el ejemplo máximo de esta fiebre epidemiológica: la convicción de que es váli-do atacar a una nación por su peligrosidad y no a consecuencia de un hecho concreto procede de la convicción de que es mejor prevenir las enfermedades que curarlas.
Debemos a Richard Dawkins la metáfora que liga a las ideas con los virus. Unas y otros se comportan de manera semejante: intentan infectar el mayor número de células o mentes. A lo largo de la historia, el miedo ha demostrado ser una de las ideas -de los memes- con mayor capacidad de adaptación: de ahí su potencial epidémico.
A partir del 2001, el virus del miedo ha mutado en dos variantes principales, que acaso pertenezcan a una sola familia: el miedo a las infecciones, sean provocadas por agentes biológicos o terroristas (o, en el caso mexicano, narcotraficantes). Y lo peor es que cualquiera -el vecino, pero en especial el extranjero, el desconocido, el alien- puede encuadrar en esta categoría.
La desconfianza se multiplica: el peligro que representan tanto el terrorista como el infectado permanece oculto, de ahí la necesidad de vigilarlos, interrogarlos, escudriñarlos hasta el límite. Como ya advertía Foucault, el biopoder se vale de la antigua retórica de la salvación: estas medidas son imprescindibles para proteger tu salud, somos la primera línea de batalla a favor de la humanidad.